El escribiente de la rata prefiere pintarlo como si fuera rabieta de gallo famélico. Claro, porque cuando uno está acostumbrado a escribir con la panza llena de alpiste público, le cuesta entender cómo hay quien prefiere cantar con hambre pero con dignidad. Y en esa comparación, créame, siempre sale perdiendo el gordo del corral frente al flaco que se atreve a desafinar al amanecer

En Telde no hace falta ni encuestas del CIS ni adivinadores de feria: basta con sentarse un rato en la Plaza de San Gregorio, pedir un café y escuchar cómo murmura la gente para entender dónde está la verdad. Pero, claro, al “escribiente de la rata” le gusta más inventarse zoológicos de gallos flacos, gallinas gordas y palomas sabias, que reconocer lo que hasta las tazas del bar saben: que aquí hay prensa que se alimenta del pienso asegurado y prensa que canta con el buche vacío, pero con la garganta libre.

Y lo que de verdad escuece a los medios subvencionados —y al escribiente de marras— es que se les recuerde en voz alta lo que todos comentan bajito: que publican a la carta facturada, con menú del día encargado desde los despachos municipales. Y lo peor no es eso… lo peor es que luego tienen la osadía de llamarse “independientes”. Hombre, independientes sí, pero de la verdad: muy dependientes del talón.

Mientras tanto, los gallos flacos, esos que él ridiculiza porque cantan a deshoras, tienen algo que en los corrales de pienso en cubierto no se consigue ni con subvenciones ni con convenios: la libertad de hablar de todo y de todos. Un día del alcalde, otro del concejal de turno, al siguiente del aparcamiento fantasma en San Gregorio, y si toca, del Cabildo o de Madrid. Sin pedir permiso ni pasar factura. Eso sí que jode: que no te puedan mandar callar.

Pero el escribiente de la rata prefiere pintarlo como si fuera rabieta de gallo famélico. Claro, porque cuando uno está acostumbrado a escribir con la panza llena de alpiste público, le cuesta entender cómo hay quien prefiere cantar con hambre pero con dignidad. Y en esa comparación, créame, siempre sale perdiendo el gordo del corral frente al flaco que se atreve a desafinar al amanecer.

La ciudadanía no es tonta. El vecino que compra el pan en la Plaza, la señora que espera guagua en San Juan o el jubilado que juega al dominó en San Gregorio saben perfectamente quién escribe con convicción y quién lo hace con la servilleta puesta para no mancharse de salsa del contrato. Y si no, que pregunte en cualquier tasca: lo tienen más claro que los balances del Ayuntamiento.

Y lo mejor de todo: se enfadan. Se enfadan muchísimo cuando alguien les recuerda que viven de publicar “a la carta”, que su independencia dura lo que dura la transferencia, y que sin la ayuda pública no les quedaría ni para tinta de bolígrafo. Ahí es cuando sacan pluma, gritan, insultan y reparten metáforas baratas de gallinero. Pero tranquilos: cada vez que lo hacen, dejan más en evidencia de qué lado están.

Porque lo que molesta no es que el gallo flaco cante. Lo que les enerva es que cante sin dueño. Que diga lo que ellos callan porque tienen el pico amarrado al pienso. Que recuerde que en Telde, mientras unos cacarean al compás de la subvención, otros todavía conservan el lujo de cantar a deshoras, libres, aunque no haya alpiste en el comedero.

Y eso, mi niño, ni se compra, ni se factura, ni se subvenciona. Eso se llama dignidad. Y de esa, los gallos flacos tienen para dar y regalar. Juan Santana, periodista y locutor de radio