Luis León Barreto, periodista y escritor
estos tiempos de incertidumbre, hay que agarrarse a lo que sea. A la pareja, a los hijos, a los nietos el que los tuviera. Y no asomarse demasiado a la farsa cotidiana. Aunque la farsa en sí no sea mala cosa, recientemente Rosario y yo estuvimos viendo teatro en Madrid, el viejo vicio que una y otra vez pasa a revisitar a los amigos y sumarnos a las representaciones. Siempre he pensado que la cartelera de la capital es envidiable, por su cantidad, por la variedad de propuestas, hay muchas salas digamos tradicionales y cada vez hay más salas alternativas. Y ahora hemos visto una nueva versión de El diablo cojuelo, con un grupo catalán de payasos, otra obra basada en una adaptación de La tempestad de Shakespeare, y finalmente una propuesta con Javier Cámara en el Valle Inclán de Lavapiés, repleto hasta los topes.
Madrid, esa mezcla de gran ciudad y poblachón manchego. Porque en tarde de domingo veníamos en taxi por la Calle Mayor y nos cerró el paso la procesión de la patrona de Andújar, Jaén, con banda de música y buen acompañamiento. Los extranjeros no paraban de hacer fotos. La primavera traía el brillo del sol, las calles repletas de gente, las tiendas muy concurridas aunque ya no era tiempo de rebajas. Después de la larga pandemia, la gente disfruta el estar sin mascarilla, los bares y los restaurantes con mucha animación, la gente joven muy bulliciosa en los fines de semana. A la hora del almuerzo se hacía difícil encontrar sitio libre, a las 3 de la tarde Madrid parece una ciudad rica y esplendorosa. Eso sí: los nuevos urbanistas puestos a reformar una vez más la Puerta del Sol y la Plaza de España lo primero que hacen es quitar fuentes, lenguas de césped, arbolado, solo quieren espacios deshumanizados.
Da la impresión de que la capital se ha fortalecido, a pesar de que oficialmente perdió 50.000 habitantes en el 2020 y otros tantos en el 2021, por aquello de que la gente quiso emigrar a chalets en el campo. Pero el hecho de que aparentemente haya concluido la fase más grave del Covid hace que el personal exhiba las ganas de vivir. No cabe duda de que la estrategia de mantener la hostelería, los bares y los teatros, le funcionó a la señora Díaz Ayuso.
A estas alturas, la presidenta está imponiendo su marca, aunque el señor Feijoo ha llegado para imponer un poco de orden y para aparentemente limitar los efectos narcisistas de los líderes regionales. Para colmo una cubano-hispana casi gana en la feria de Eurovisión, con lo cual el patriotismo se desbordaba por todas partes, incluidas la exhibición de las banderitas rojigualdas. Cualquier motivo de alegría es bien recibido.
El tema que cantó y bailó Chanel parece uno de esos híbridos fabricados entre el Caribe y Nueva York, entre rap y reguetón, que tanto éxito alcanzan. La letra es insulsa, casi ininteligible, en ese espanglish que tanto se lleva, con mezcla al cincuenta por ciento del español americano y el inglés puertorriqueño. No importa gran cosa, de lo que se trata es de conseguir una buena coreografía y de acompañarla con muchos efectos digitales. Pero creo que era mejor tema el ¡Ay, mamá!, de la Bandini.
Chanel supo mostrar el trasero. Su cuerpo trabajado en gimnasios y con profesionales del baile denota un invencible deseo de triunfar, ha tenido oficio y disciplina durante años de aprendizaje. Y qué duda cabe de que actuó bien, fue muy aplaudida y, en definitiva, dio una alegría a este alicaído país donde la subida del coste de la vida y la inflación hacen estragos. Al día siguiente de su importante triunfo dio un pequeño recital en la Plaza Mayor, aunque ahí ya no estábamos. Ni tampoco habríamos podido, porque hubo un control del aforo muy riguroso.